Los argumentos a favor de la división del trabajo se pueden clasificar en dos grupos:
· el descriptivo “no todo el mundo puede hacer de todo” y
· el normativo “no es eficiente que todo el mundo haga de todo”.
A la primera afirmación baste responder que obviamente no es que no exista ninguna diferencia entre nosotros. Pero las diferencias reales de nuestras capacidades al momento de nacer son mucho (¡infinitamente!) menores que las diferencias producidas posteriormente por nuestra condición social. Negarlo significa lastrar un deje biologista que ya debíamos haber abandonado en el siglo XIX.
A la segunda, por el contrario, no hay mucho que objetar. Efectivamente el reparto de tareas y la especialización aumentan la eficiencia en la ejecución colectiva de tareas. Tampoco se trata de hacer apología de la ineficiencia, a fin de cuentas somos seres sociales y no estamos hechos para que cada uno se valga por sí mismo.
Pero tampoco deberíamos olvidar que la eficiencia no es la principal necesidad humana (ni siquiera es una necesidad humana, estrictamente hablando) y, por tanto, debería dejar de ser la excusa-comodín para todo. Deberíamos recordar que la división del trabajo, lejos de ser la panacea, es un campo minado de dinámicas sociales perversas y daños a la integridad del individuo.
No deja de ser curioso, por lo demás, cómo las ideologías liberales y el capitalismo, siempre tan reacios a hablar en términos de lo social o del bien colectivo, al mismo tiempo exigen que el sistema educativo (¡público!) maximice la especialización teniendo bajo el brazo un único argumento merecedor de tal nombre... el de la eficiencia agregada. Es curioso.
La nefasta división del trabajo I
La nefasta división del trabajo II: trabajadores manuales y trabajadores intelectuales
La nefasta división del trabajo III: tareas productivas y tareas reproductivas
La nefasta división del trabajo IV: compartimentación del saber
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