El más sonado fue el del malogrado Jesús Neira. Violeta Santander, la mujer a la que defendió, no sólo declaró en su contra sino que además fue a la televisión a montar un espectáculo mediático defendiendo al agresor. Pero es algo muy común. Por ejemplo, cuando en 2007 un chaval de la Universidad de Valencia, Daniel Oliver, fue asesinado por el novio de una pareja en cuya pelea en vía pública intercedió, la chica no sólo no se desmarcó del asesino, sino que llegó a declarar en la policía que fue en defensa propia (algo que ya se ha probado rotundamente falso).
Existen muchas explicaciones psicológicas y sociológicas para explicar (o justificar) esas conductas. Pero, sin rebatirlas, no creo que haya que dejar de decirlo: son unas hijas de puta.
Algunos opinadores de ultraderecha (no todos, porque en estos casos ni siquiera todos se atreven) han defendido el supuesto derecho a la intimidad de la pareja en los casos en que la mujer no quiere denunciarlo.
Yo niego tal derecho. Me da igual que alguna no se merezca que se la defienda: las agresiones machistas nos afectan a todos. Los mismos que pegan o insultan a sus parejas son los que pueden pegar o insultar a mi pareja, a una amiga o a mi hermana.
Es una cuestión de todos, y todos tenemos el deber de intervenir. El deber de no dejarles hacer lo que les venga en gana. El deber de callarles la boca, a patadas si es necesario, y que no vuelvan a levantar cabeza.
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