Dentro de la fragilidad e inseguridad generalizada de la existencia humana, lo que mayor seguridad siempre nos ha proporcionado ha sido vivir en sociedad. Desde que, al principio de los tiempos, para defenderse del atacante el grupo se ponía en círculo, hemos venido cubriéndonos las espaldas, proporcionándonos mutuamente seguridad y tranquilidad, asegurando que si uno fallaba no se iba a hundir, otros lo rescatarían.
El individualismo, interpretando lo anterior a sensu contrario, debería correlacionarse con mayor inseguridad. Y efectivamente: la solidaridad pierde terreno, la inseguridad empieza a campar a sus anchas.
Puede que el proceso no sea unidireccional. Parece que nuestra inseguridad actual (sobre todo, la laboral, que es el fundamento de todas las demás inseguridades) hubiera hecho a las personas aún más ávaras. En una situación estable, aunque fuera de miseria material, se tejían lazos, se construían apegos. En un contexto de sálvese quien pueda nos volvemos ratas humanas.
La inseguridad despierta lo más caníbal de nosotros y, entonces sí, el hombre se convierte en un lobo para el hombre.
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