El humor se ha convertido en una especie de vaca sagrada, un espacio en el que, más que en ningún otro, si algo no te gusta... te jodes y te aguantas (salvo cuando se trata de la Familia Real, claro). Pero, ¿todo vale para echarse unas risas? ¿Es realmente neutral este espacio?
¿Está bien que un dibujante, profesional del humor, haga gracia con cualquier cosa? ¿Y un profesor chistoso? ¿Y un presentador de noticias? ¿Y un madero que encuentra gracioso quemar cigarrillos en el cuello a los detenidos?
Parece evidente que no todo lo que uno considera gracioso sólo por ello debe ser aceptado. Y que, en ocasiones, el humor es sólo una tapadera para la propaganda de determinadas ideas y valores. En ocasiones por no decir siempre: porque nunca, ni cuando bromeamos, podemos dejar de ser nosotros mismos, con toda la carga de emociones, juicios y voluntades que ello conlleva. Entonces, si determinadas personas me parecen detestables, ¿por qué no me puede parecer detestable su sentido de humor?
Está la libertad de expresión, claro: si quiero que me dejen hacer mis bromas debo dejar a otros que hagan lo respectivo. Pero el caso es que la libertad de expresión es una ficción más de la democracia formal. Igualdad y libertad en el papel; desigualdad real en los derechos configurada por desiguales relaciones de poder. Los propietarios de los grandes medios de comunicación son los que dictan, en buena medida, hasta los chistes con los que nos reímos en el día a día.
Así que al defender la libertad de expresión formal no se nos debería olvidar que, ante todo, defendemos el derecho de los grandes empresarios a mantener su hegemonía en el discurso público. Con frecuencia, el derecho de los fuertes a reírse de los débiles.
Aún con todo… Yo me río casi de cualquier cosa. He llegado a reírme de auténticas burradas. Si un chiste es gracioso, pues es gracioso y punto. Lo que me importa más que el chiste en sí quizá sea quién lo cuenta y en qué contexto, y quién se ríe de él y por qué. Con un mismo chiste me puedo descojonar a más no poder con mis colegas, pero no con otras personas cuya risa sé que está envenenada, por ejemplo, por el racismo o por el desprecio hacia la mujer.
El chiste, quizá, se parezca en eso a un fusil: por un lado está su calidad, digamos, técnica, y por otra las manos en las que se encuentra y a dónde esas manos apuntan.
Y con esto enlazo con la cuestión a la que quería llegar: la importancia de distinguir entre el espacio privado y el espacio público en todo este asunto. Cuando “se dispara” un chiste en un ámbito privado, se sabe perfectamente cómo se va a interpretar. Se trata de una “explosión controlada”. Cuando se hace en una tira cómica, en una pantalla de televisión o en un aula, aún presuponiendo al emisor toda la buena intención del mundo (lo que ya es mucho presuponer) la audiencia no se controla. Lo que para unos es una broma sin más, para otros es una confirmación de sus prejuicios y estereotipos.
Actuar en un espacio público conlleva una responsabilidad. Es cualitativamente diferente de una conversación privada. Y no hay nada de hipócrita en ello: simplemente es ser consciente de a quién llega tu mensaje y de cómo lo puede interpretar.
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