Es algo que nos ilumina por dentro. Un fruto de nuestra imaginación, es verdad. Pero la imaginación en sí, y por ende sus efectos, son perfectamente reales.
El romanticismo es al mismo tiempo la fe y la ironía del relativismo, la alegría y la comprensión profunda. Nietzsche acusó a los científicos y a los hombres de razón de miseria moral por aferrarse a un castillo de tautologías que ellos mismos habían elevado y del que se habían hecho esclavos. Y, aunque fuera una persona bastante trastornada que difícilmente pudiera dar lecciones sobre la felicidad, es fácil entender la razón que le asiste: vivir sólo en la ciencia, sólo en la razón, renegar de lo irracional que hay en nosotros, renunciar al arte... es vivir en la indigencia.
Saber no siempre implica entender. La importancia de un atardecer en la montaña, o de la inmensidad del cielo, o de la inteligencia humana, o de una alucinación que en cuestión de segundos pone en cuestión la fiabilidad de nuestros sentidos, o del gesto hermoso de un prójimo... no puede ser captada por el que sólo las enfoca como un hecho astronómico, neuronal o sociológico. Que es a lo que se tiende. A la imbecilidad instruida. El científico que hoy en día tiene este tipo de entendimiento se puede atribuir todo el mérito de ello, porque el sistema que le ha educado desde luego se esfuerza por lo contrario.
El romanticismo es más aún. Amar es sublimar y sublimar es imaginar, idealizar. Por tanto, vivir sin imaginar también es vivir sin amar. Nuevamente: grisura, mendicidad, tristeza...
Hasta en la política es necesaria la sublimación. Ideales sin hechos se convierten en fanatismo y/o desprendimiento de la sociedad. Pero la obsesión con los hechos, olvidados los principios, se convierte en un vagar sin rumbo. Cuando no en oportunismo de quien sólo quiere defender su profesión. Cuando no en la simple cobardía de no atreverse a hacer otra cosa. En todo caso pobreza, escasez, mezquindad...
Por no hablar de la relación entre la imaginación y la voluntad. La voluntad es la proyección en el mundo real de lo imaginado. Sin ella, nada cambia. Negar la voluntad y despreciar la imaginación es, por tanto, conservador.
El romanticismo es lo único que a veces nos queda. Saber que lo que estamos haciendo es hermoso. Lástima de aquellos que no son conscientes de la importancia de considerar hermoso lo que hacen porque están demasiado ocupados en ganar más dinero o en retener el poder o en satisfacer sus cualesquiera otras cochinas compulsiones.
Y más lástima todavía de aquellos que, sin tener dinero y sin tener poder, también reniegan del romanticismo. Renunciando voluntariamente a lo que les podría hacer ricos. Si la vida de aquellos es gris, la de éstos es negra, una vida sin orgullo ni dignidad.
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