El odio nace de la sensación de pérdida de control. Es una forma de superar la parálisis que provoca el miedo ante una situación que nos supera.
Odiamos a la policía porque nos hace sentir impotentes ante su arbitrio. Odiamos al empresario porque parece que lo puede todo y nosotros no podemos nada.
En un principio, odiar no es bueno ni malo. Es una inyección de vigor que en ocasiones nos ayuda a levantarnos y a mirar de frente. También es una inyección de irracionalidad que nos puede ofuscar e impedir ver con claridad lo que tenemos delante.
Aunque hay un curioso caso especial. Normalmente, no es demasiado polémico afirmar la relación entre el odio y la debilidad. Quizá no sea del todo evidente, pero a poco que se pare a pensar es una conclusión que se impone por si misma... salvo para el misógino.
Quizá ninguna otra actitud haya sido tan racionalizada sin llegar nunca a reconocer lo evidente: la misoginia nace de la amenaza que la sexualidad de la mujer supone para el dictado cultural del autocontrol varonil. Se le darán todas las vueltas posibles antes de confesar que uno se siente débil ante una mujer que le atrae. Esa debilidad da miedo porque supone una pérdida de control sobre sí mismo y parece otorgar un poder a la mujer. Y de ese miedo nace el odio.
1 comentario:
Me pregunto qué te ha inspirado para escrinbir este post (que está muy chulo)
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