Al principio todo eran campos. Nada era de nadie y algunas cosas eran de quien las usaba. Como la cueva en la que vivía. Y si alguien venía a meterse en su cueva, este lógicamente la defendía del intruso. Pero tan pronto como dejaba de necesitar esa cueva (por ejemplo, porque se iba a vivir a la cueva de sus suegros que era más grande) esa cueva caía en desuso y volvía a no ser de nadie.
Pero en algún momento de la Historia alguien dijo: no, esto no solo será mío mientras lo utilice y lo necesite sino para siempre, aunque me vaya, aunque me muera. Y así nació la propiedad privada, un derecho divino que trasciende la realidad del uso y trasciende incluso la muerte.
Pero ni siquiera el hombre más fuerte era capaz de defender una cueva de la que se ha ido. Entonces reunió las pieles de oso que había acumulado (por ser el cazador más hábil, o por un golpe de suerte, o por haberlas robado, quién sabe) y las repartió entre otros hombres fuertes. Les grapó una placa a la piel de oso, les dio una porra y los puso a vigilar su cueva mientras él no estaba.
Al principio los demás no entendían nada. ¿Cómo que no puedes entrar en una cueva vacía si te estás mojando? Pero a golpe de porras lo fueros entendiendo, interiorizando y confundiendo con el derecho de uso.
Los efectos de la propiedad privada son semejantes a la contaminación radiactiva. Una vez privatizado algo, es muy difícil descontaminarlo. Se convierte en un suelo que no podrá pisar el ser humano sin cumplir determinadas condiciones durante siglos, mucho más tiempo del que vive una persona, del que vive una civilización incluso. La privatización es la sustracción permanente de una parte de la realidad no solo a otras personas sino a futuras generaciones con una justificación que raya en lo religioso.
La propiedad privada es un robo y la privatización, un crimen.
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