La diversidad es una realidad a respetar. No un valor a promover.
Así podría formular una de las conclusiones principales que me vienen a la cabeza tras terminar La trampa de la diversidad de Daniel Bernabé. Agradecer a autor, en primer lugar, sus dotes de observador, su capacidad para describir de forma gráfica la realidad política y su sentido de humor (Para un neoliberal hasta un semáforo es liberticida, casi como un gulag con luces, me he podido reír mucho con esto).
Pero si recomiendo sin duda su lectura, es sobre todo por los debates que plantea. Especialmente por la pregunta central: ¿hasta qué extremo se puede llegar por el camino de obviar lo común y reivindicar lo particular? El libro describe un gran problema objetivo: la izquierda débil e impotente que emergió tras la crisis de los años 90 ha sobrevivido eligiendo el camino fácil de atender la agenda mediática de la diversidad y ahora va camino de convertirse, emulando el modelo liberal estadounidense, en un popurrí incoherente de reivindicaciones fractales que, llevadas a sus últimas consecuencias lógicas suponen el encumbramiento del individuo por encima de lo social. Un camino claramente contra natura para toda tradición de izquierdas.
El libro también hace un importante apunte: el trabajo como elemento político central es un antídoto contra el veneno liberal. Bernabé describe una realidad alarmante: la condición de trabajador está siendo enfocada en los entornos politizados como una categoría identitaria más. Están los gays, los trans, los negros, los veganos, los refugiados y también, aparte, los trabajadores. El papel del trabajo como factor estructurante de la vida social y política para todos (los gays, los trans, los negros, los veganos, los refugiados inclusive) es felizmente ignorado por el activismo que acapara el protagonismo político de la izquierda.
También hay que señalar algunas debilidades importantes en el libro. En primer lugar, su marco teórico le queda grande. Bernabé toma como paradigma el paso de la Modernidad a la Posmodernidad. En el último medio siglo habríamos transitado, supuestamente, de un mundo regido por el espíritu de la racionalidad, lo social, lo universal y lo transformador a otro gobernado por el irracionalismo, lo individual, el relativismo y, en definitiva, el fatalismo. Es verdad que se reconocen en este relato muchas de nuestras realidades y también está claro que todos estos binomios (racionalismo - irracionalismo, justicia social - individualismo, teorías universales - teorías parciales, voluntad transformadora - resignación) están estrechamente conectados. Pero todo ello no implica que se los pueda alinear fácilmente en ese supuesto eje histórico que sería Modernidad-Posmodernidad. Esta alineación sirve al autor para asociar el supuesto declive de la Modernidad con el declive de lo que sería para él su máximo exponente: el socialismo. Pero este esquema no resiste un análisis riguroso.
No es evidente, por ejemplo, que el socialismo sea la quinta esencia del pensamiento moderno. Hay autores tienden a enfocarlo como la vertiente social de la tradición racionalista moderna. Otros racionalismos habrían competido con el socialismo en una especie de mercado de teorías modernas. Y una de ellas habria sido el liberalismo: presa de individualismo metodológico pero tan racionalista como el socialismo.
Las conclusiones llegan en cascada. Si hay varias teorías racionalistas en pugna, hay que reconocer que la razón no produce una y solo una teoría universal. La razón es una buena herramienta, un lenguaje para entendernos, pero no conduce siempre a los mismos resultados y viene condicionada siempre por las condiciones materiales de la existencia de quien razona. La crítica del universalismo (que ya encontramos en autores indiscutiblemente modernos como Weber) podría ir asociada actualmente a lo que algunos autores han denominado modernidad reflexiva: una modernidad que reflexiona sobre sí misma. No habría en ese sentido una Posmodernidad, sino tan solo una Modernidad que se actualiza a través de la autocrítica, sin renunciar a su esencia que es el uso de la razón.
Bernabé sitúa los primeros cuestionamientos de la Ilustración en la posguerra pero eso supone ignorar el Romanticismo, a Nietzsche o el fascismo, por poner solo tres ejemplos de envergadura. Ni antes éramos tan racionales, ni ahora hemos dejado de serlo. Los brotes de pensamiento mágico e irracionalismo a los que asistimos periódicamente, muy magnificados ahora por las redes sociales, no alcanzan una extensión que realmente permita hablar de una crisis del racionalismo dominante. La prueba de que su hegemonía se mantiene está en que incluso muchas de las supersticiones contemporáneas (como la homeopatía) buscan la coartada de la ciencia y la razón y no se reconocen abiertamente irracionalistas al estilo de las religiones tradicionales o los misticismos de la Nueva Era.
Y por lo que respecta a la política, esta nunca fue el debate racional en sociedad que el autor pretende. Como Bernabé mismo dice, la gente más que votar a un partido era de un partido. Se trata de una descripción muy acertada, pero no apunta ni de lejos a un comportamiento ilustrado. Los eventos y formalidades siempre tuvieron una importancia fundamental en la adhesión a los movimientos políticos tradicionales y antes de afirmar que las ideologías han perdido importancia quizás sería conveniente definir ideología.
Ni la racionalidad en sí se está muriendo, ni el pensamiento en clave social lo hace. Lo que sí es constatable es el declive del pensamiento que asociaba con éxito ambos elementos, lo social y lo racional: el pensamiento de izquierdas. Las lógicas liberales se han hecho hegemónicas en el campo racionalista y el espacio de lo social viene a ser ocupado por ideologías irracionalistas (nacionalismos, religiones). Pero eso no significa que hayamos retrocedido a un tiempo premoderno porque nunca hubo un tiempo premoderno donde las personas [compitiesen] en un mercado de especificidades. Este estado (liberalismo hegemonizando la razón y los nacionalismos dominando lo social) es simplemente capitalismo, el de toda la vida (que a su vez es resultado, dicho sea de paso, de la Modernidad). En realidad, el propio Bernabé lo reconoce cuando dice que la revolución neoliberal (aunque yo no hablaría en ningún caso de revolución) no es más que una restauración victoriana. El libro está plagado de estas pequeñas contradicciones fruto del deseo de hacerlo encajar todo en un gran marco teórico único y coherente. Se trata de un esfuerzo que, a mi entender, no aporta nada a las tesis centrales del ensayo.
También como parte de ese empeño de abarcar demasiado se mezclan temas que no tienen relación directa. Uno de los ejemplos predilectos del autor (que abre el libro y es retomado en repetidas ocasiones) es el de la campaña para que las mujeres pudieran fumar en público. No es que no sea jugosa la historia de cómo la industria tabacalera manipuló aquella reivindicación. ¿Pero cómo hilar aquella defensa ¡de la igualdad! con el leitmotiv principal del libro: la trampa de la diversidad? Aquellas mujeres no pretendían diferenciarse y fragmentar, sino todo lo contrario.
Otra cosa que pasa cuando alineamos todos los hechos para que sean coherentes con nuestro marco teórico es que empieza a parecer que había un plan premeditado. Es decir, una conspiración. Es verdad que es muy difícil describir sin parecer un conspiranoico el mundo real, en el que los medios de comunicación, muy concentrados, mantienen una agenda, los poderosos se reúnen en clubes cerrados para discutir políticas a nivel global, y se fabrican intereses creados en un juego con apuestas muy elevadas. Pero construir un relato que por momentos deja la sensación de que todo lo que ha pasado en los últimos 40 años más o menos ha seguido un plan diseñado en think tanks neoliberales no parece la mejor manera de hacerlo.
La historia real es más errática que eso. Sus fuerzas motrices son más materiales y menos ideológicas. Así, por ejemplo, el hecho de que con Thatcher amplias capas de la clase trabajadora urbana se convirtieran en propietarias de vivienda causó más impacto en su forma de pensar que todas las series de HBO y Netflix que vinieron después. La miríada de empresas que se alimentan del individualismo de la clase media aspiracional, a las que Bernabé acusa de representar un modelo pensado para destruir la acción colectiva, en realidad piensan principalmente en ganar dinero, sin más. De la misma manera que Ford no pensaba que su modelo productivo fuera a facilitar el desarrollo de los grandes sindicatos.
En definitiva, no fue la ingeniería social de los ideólogos neoliberales con sus intentos de control mental de masas. Ya les hubiera gustado. La izquierda ya estaba descompuesta cuando llegó la obsesión con el lenguaje inclusivo. Los partidos no se vaciaron por ese cambio de orientación ideológica, como sugiere el autor. Se vaciaron por otras causas en las que no voy a entrar ahora y, al buscar soluciones, una parte de la izquierda se lanzó al mercado de la diversidad.
A partir de ese momento en los partidos de la nueva izquierda se van mezclando desde antiguos militantes obreros hasta cachorros desclasados de la burguesía metidos a activistas. Y esto me conduce a mi última pregunta: ¿para quién es este libro? ¿Qué pretende y qué consigue? Seguro que recogió el aplauso de los que ya estaban convencidos. Y seguro que los denostados activistas de Bernabé encontraron por dónde atacar una argumentación que, al intentar abarcar tanto, dejaba muchos flancos abiertos. Pero al final de tanta polémica, que siempre es muy entretenida, siempre me queda esa pregunta: ¿convence este libro a quien tiene que convencer?
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