Todas las disciplinas sociales tienen sus vicios característicos. La obsesión de ciertos sociólogos con cálculos numéricos imposibles, la ficción del individuo racional-individualista de los economistas liberales, la incapacidad para salir de la casuística de algunos historiadores… son sólo algunos ejemplos. El vicio más típico de la Antropología es, sin duda, el sesgo culturalista: la negación (o subestimación) de otros factores en beneficio del peso del relato ideológico. Como si las dinámicas sociales no fueran más que un juego de constructos ideales.
Esta tendencia, en ocasiones, puede llevar tan lejos que el antropólogo que estudia textos “sagrados” acaba saltando la línea que separa la ciencia social de la teología.
No cabe la menor duda de que el análisis de las biblias, coranes y talmudes es fundamental para entender la sociedad de la época en la que fueron escritos, y también, por supuesto, para tener un cuadro completo de cómo se conforma el presente. Pero a veces los antropólogos se han dedicado a interpretar la letra de dichos libros no con el fin de comprender una sociedad (histórica o actual), sino con el de contrastar su mensaje con las interpretaciones en vigor. Su objetivo se desplaza de forma sutil, en la mayoría de los casos inconsciente, del conocimiento de realidades científicas, a la búsqueda del sentido “auténtico” o “verdadero”, de la palabra "divina".
Así sucede con “El islam sin velo” de Nazanín Amirian y Martha Zein. Un libro de divulgación antropológica, rico y riguroso en las informaciones que aporta, y que persigue el muy loable fin de desmentir los prejuicios existentes contra el mal llamado “mundo islámico”. Pero también es verdad que por momentos se recrea en la interpretación de los versículos coránicos o bíblicos. Si bien su perspectiva general es laica, parece, sin embargo, en ocasiones, que está discutiendo con algún erudito islámico sobre lo que realmente quiso decir Mahoma sobre uno u otro asunto. Pero lo relevante para el análisis social no es tanto lo que quiso realmente decir el fundador de X religión sino cómo lo interpretan los agentes sociales que hablan en su nombre. Lo otro pertenece al ámbito teológico y no debería interesar a científicos sociales, sino a imanes, curas y rabinos.
Este afán por mezclar ciencia y teología se puede ilustrar también con las aportaciones de las teólogas cristianas feministas (no necesariamente, pero sí con frecuencia, antropólogas). Escudriñan incansablemente los textos cristianos de referencia, así como el patrimonio iconográfico del cristianismo, para encontrar pruebas de que su religión no es tan machista en su esencia y raíz, como lo ha llegado a parecer. (Un propósito más que inútil, desde mi punto de vista.)
Es interesante descubrir los vaivenes históricos del machismo cristiano. En ese sentido, sus trabajos tienen un gran valor para las ciencias sociales. Pero lo que debería ser absolutamente irrelevante para un científico es lo que un supuesto dios presuntamente quiso decir. Lo que los curas realmente piensan y hacen, eso sí es importante. Pero entrar en su juego y discutir sus historias como presumiendo que tienen algún valor cognitivo no es tarea científica. El debate sobre las orientaciones bíblicas y eclesiásticas es –llamemos simplemente las cosas por su nombre –teología.
Esta tendencia, en ocasiones, puede llevar tan lejos que el antropólogo que estudia textos “sagrados” acaba saltando la línea que separa la ciencia social de la teología.
No cabe la menor duda de que el análisis de las biblias, coranes y talmudes es fundamental para entender la sociedad de la época en la que fueron escritos, y también, por supuesto, para tener un cuadro completo de cómo se conforma el presente. Pero a veces los antropólogos se han dedicado a interpretar la letra de dichos libros no con el fin de comprender una sociedad (histórica o actual), sino con el de contrastar su mensaje con las interpretaciones en vigor. Su objetivo se desplaza de forma sutil, en la mayoría de los casos inconsciente, del conocimiento de realidades científicas, a la búsqueda del sentido “auténtico” o “verdadero”, de la palabra "divina".
Así sucede con “El islam sin velo” de Nazanín Amirian y Martha Zein. Un libro de divulgación antropológica, rico y riguroso en las informaciones que aporta, y que persigue el muy loable fin de desmentir los prejuicios existentes contra el mal llamado “mundo islámico”. Pero también es verdad que por momentos se recrea en la interpretación de los versículos coránicos o bíblicos. Si bien su perspectiva general es laica, parece, sin embargo, en ocasiones, que está discutiendo con algún erudito islámico sobre lo que realmente quiso decir Mahoma sobre uno u otro asunto. Pero lo relevante para el análisis social no es tanto lo que quiso realmente decir el fundador de X religión sino cómo lo interpretan los agentes sociales que hablan en su nombre. Lo otro pertenece al ámbito teológico y no debería interesar a científicos sociales, sino a imanes, curas y rabinos.
Este afán por mezclar ciencia y teología se puede ilustrar también con las aportaciones de las teólogas cristianas feministas (no necesariamente, pero sí con frecuencia, antropólogas). Escudriñan incansablemente los textos cristianos de referencia, así como el patrimonio iconográfico del cristianismo, para encontrar pruebas de que su religión no es tan machista en su esencia y raíz, como lo ha llegado a parecer. (Un propósito más que inútil, desde mi punto de vista.)
Es interesante descubrir los vaivenes históricos del machismo cristiano. En ese sentido, sus trabajos tienen un gran valor para las ciencias sociales. Pero lo que debería ser absolutamente irrelevante para un científico es lo que un supuesto dios presuntamente quiso decir. Lo que los curas realmente piensan y hacen, eso sí es importante. Pero entrar en su juego y discutir sus historias como presumiendo que tienen algún valor cognitivo no es tarea científica. El debate sobre las orientaciones bíblicas y eclesiásticas es –llamemos simplemente las cosas por su nombre –teología.