Ocho mil años de un planeta... Una mota en el tiempo y una migaja en el espacio. Pasiones, miserias y luchas por el poder de unos monos pelados. Batallas, matanzas, traiciones, sacrificios... de los que algún día nadie se acordará. Opulencia, opresión, hambre, resistencia... que se desvanecerán sin rastro en la oscuridad del tiempo. Creencias que mañana no importarán a nadie. Hipocresías.
Dar un sentido a la vida es una necesidad del ser humano. Casi tan importante como llenar su estómago. La razón es nuestra naturaleza social: el gregarismo está en la genética humana. Al sentirlo, pero sin entenderlo, inventamos dioses, banderas, naciones y tribus. Todo son proyecciones, representaciones del grupo, del colectivo, de aquello único que, como bien ha señalado Durkheim, está al mismo tiempo dentro y fuera de nosotros. Pero no nos importa. Alegremente insuflamos vida propia a nuestros totems, erigiéndonos en dioses para nuestros dioses.
Nuestra Historia sólo es una historia. Pero también es como el aire que respiramos: lo único que conocemos, nuestra única forma de vivir posible. Y en ese sentido tan absurdo es mistificarla, como renegar de ella. Nadie se puede situar por encima. Todos somos hijos de una madre y de un padre. De un tiempo y de un lugar. Sólo de nuestro entorno social aprendemos lo que es bueno y lo que es malo. Ese aprendizaje moral construye la Historia y forma parte de nosotros. Es nosotros. Es la Historia. Somos la Historia.
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