Es increíble las vueltas que los críticos pueden dar para acabar deslizando sus creencias particulares en contextos completamente inverosímiles. Imaginaos a una madre a la que el hambre lleva al punto de intentar matar a sus dos hijos pequeños y suicidarse. Y que es rescatada en el último momento por pura casualidad, por un giro del destino, por otra persona que interviene, casi sin querer, para ayudarla. Pues bien, la crítica de turno dice de la protagonista que es una almita tan humilde que ni sabe que lo es, profundísimamente cristiana sin siquiera sospecharlo, cada vez que se descarría en el laberinto de lo absurdo sabe encontrar el hilo guía, la bondad pura -el misterio de los misterios, el antiabsurdo, el sentido de la vida. ¿¿¿Qué???
Ojalá pudiera decirle en persona por dónde se puede meter su morralla católica. Pero esto es otra cosa que pasa con los críticos: emiten sus sentencias sin posibilidad de contrarréplica.
Supongo que les pagarán por palabras, porque si no, no me explico este afán por seguir escribiendo cuando ya no tienen nada que decir. Son como el colega verborreico que no para de rajar mientras asistes una puesta de sol en la montaña. O aquel otro que cree a todos los demás subnormales y no para de explicar los chistes.
Con su torpeza, grandilocuencia y pedantería matan la belleza de lo sencillo, de lo que es tan profundo que se hace superfluo hablar de ello.
Que se callen ya...
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