Si es verdad uno de los principales supuestos de la propaganda liberal, el de que la administración del propietario particular siempre es más eficiente que la del administrador público, ¿cómo de lejos podríamos avanzar por ese camino?
Se supone que una empresa privada despierta un sentimiento de cariño en su dueño y eso conduce a que éste la gestione con mayor diligencia y se aplique más en su mantenimiento. Además esa propiedad es la que le proporciona el beneficio y por tanto está en su interés maximizar su rendimiento. Y la optimización de los intereses individuales, como es bien sabido, es lo que optimiza el interés social. Siguiendo esta lógica, se han privatizado ya las compañías telefónicas, las aerolíneas, industrias de todo tipo... Ahora asaltan sin tregua la sanidad y la educación públicas. Pero, ¿por qué no ir más allá, levantar las cartas y descubrir la meta final de todo esto: la privatización completa del Estado?
En efecto, ¿no sería el Estado administrado de forma más sabia si estuviera privatizado? De alguna manera, ya lo está: pertenece a todos los ciudadanos con voto que, como una junta de accionistas, votan a su consejo de administración, el Gobierno. Pero, ¿no sería maravilloso que los votantes a los que no interesa seguir en la empresa pudieran vender sus acciones? Con una auténtica liberalización del mercado del voto los que siguieran adelante tendrían interés y poder para convertir el Estado en una empresa próspera y de jugosos dividendos. No votarían todos, es verdad: sólo los que tuvieran suficientes recursos para acumular votos. Pero de hecho un sistema parecido ya ha funcionado a la perfección en el s. XIX. Los libros de historia se refieren a él como el sistema de sufragio censitario... Entonces el capitalismo sí que era eficiente...
Pero las sociedades anónimas son relativamente ineficientes en comparación con la administración que pueda ejercer un propietario particular. Éste se supone que vuelca todo su alma en el proyecto y lo mima con esmero para dejárselo a sus hijos en herencia y que éstos puedan proseguir su labor. Quizá podamos imaginar un sistema que concentre en una sola familia la administración del Estado. Porque, sin duda, la monarquía absoluta ha sido la forma más eficiente de llevar los asuntos nacionales.
¿Delirante? Sí. Como todas las conclusiones que se deducen de los presupuestos fundamentales de la ideología liberal.
Pero tiempo al tiempo... al paso que vamos los delirios de hoy van a ser la realidad del mañana.
Se supone que una empresa privada despierta un sentimiento de cariño en su dueño y eso conduce a que éste la gestione con mayor diligencia y se aplique más en su mantenimiento. Además esa propiedad es la que le proporciona el beneficio y por tanto está en su interés maximizar su rendimiento. Y la optimización de los intereses individuales, como es bien sabido, es lo que optimiza el interés social. Siguiendo esta lógica, se han privatizado ya las compañías telefónicas, las aerolíneas, industrias de todo tipo... Ahora asaltan sin tregua la sanidad y la educación públicas. Pero, ¿por qué no ir más allá, levantar las cartas y descubrir la meta final de todo esto: la privatización completa del Estado?
En efecto, ¿no sería el Estado administrado de forma más sabia si estuviera privatizado? De alguna manera, ya lo está: pertenece a todos los ciudadanos con voto que, como una junta de accionistas, votan a su consejo de administración, el Gobierno. Pero, ¿no sería maravilloso que los votantes a los que no interesa seguir en la empresa pudieran vender sus acciones? Con una auténtica liberalización del mercado del voto los que siguieran adelante tendrían interés y poder para convertir el Estado en una empresa próspera y de jugosos dividendos. No votarían todos, es verdad: sólo los que tuvieran suficientes recursos para acumular votos. Pero de hecho un sistema parecido ya ha funcionado a la perfección en el s. XIX. Los libros de historia se refieren a él como el sistema de sufragio censitario... Entonces el capitalismo sí que era eficiente...
Pero las sociedades anónimas son relativamente ineficientes en comparación con la administración que pueda ejercer un propietario particular. Éste se supone que vuelca todo su alma en el proyecto y lo mima con esmero para dejárselo a sus hijos en herencia y que éstos puedan proseguir su labor. Quizá podamos imaginar un sistema que concentre en una sola familia la administración del Estado. Porque, sin duda, la monarquía absoluta ha sido la forma más eficiente de llevar los asuntos nacionales.
¿Delirante? Sí. Como todas las conclusiones que se deducen de los presupuestos fundamentales de la ideología liberal.
Pero tiempo al tiempo... al paso que vamos los delirios de hoy van a ser la realidad del mañana.
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