En los mismos salones se encontraban damas fascinadas por el ocultismo y la videncia, y exitosos buscavidas siempre dispuestos a aprovecharse de sus supersticiones. Hombres de negocios que acumulaban cantidades astronómicas tratando como ganado a sus obreros al lado de militares de mirada vidriosa, obsesionados con la supervivencia de una monarquía que ya no preocupaba seriamente ni al propio zar. Usureros judíos, nobles ociosos, oscurantistas ortodoxos... todos jugando a un juego con cada vez menos reglas.
Sólo en esas circunstancias se explica el ascenso de una figura como Grigori Rasputin y el ascendiente moral que llegó a adquirir sobre la zarina Aleksandra Fiódorovna y sobre la política de Estado. Hijo descarriado de campesinos, aprendió hacia los veinte y tantos años técnicas de manipulación mental y formas de discurso místico en una secta religiosa. Pronto fue apadrinado por un sector ultrareaccionario relacionado con la Centuria Negra que lo presentó en la alta sociedad petersburguesa como visionario, con la intención de utilizarlo en sus propios intereses. Sin embargo, pronto Rasputin se desliga de ellos y da comienzo a una próspera carrera en solitario. Adquiere renombre como místico y, a través de la favorita de la zarina Anna Vyrubova, penetra hasta la familia imperial. Desde ese momento, según Píkul, hace y deshace: nombra y quita ministros, provoca ciertas decisiones trascendentes (incluso algunas militares, durante la I Guerra Mundial)... No lo hace para sí, sino para lobbies que le tienen en nómina y actúan así a través de él. En particular, siempre según Píkul, industriales y banqueros judíos que tenían, por su credo, vetado el acceso a los cargos públicos.
Píkul fue violentamente acusado de falta de rigor por numerosos historiadores y críticos literarios. Ciertamente el tratamiento que otorga a la documentación histórica es con frecuencia negligente. Pero aunque se exageren la influencia de Rasputin en los asuntos del Estado y su presencia en la Corte, el perfil del personaje es innegable. También está suficientemente demostrada la facilidad con la que la zarina (y buena parte del entorno petersburgués de la época) se prestaba a las manipulaciones oscurantistas. Lo bastante como para seguir negando, cada vez con mayor histerismo, los escándalos públicos que causaba Rasputin. Ésa era una cara de la moneda.
La otra la representaban los compañeros de borracheras del starets, aquellos para los que la crisis social suponía desvanecimiento de cualquier objetivo moral. Cualquier cosa que dictara la tradición podía ser ignorada y no era necesario colocar nada en su lugar. Desinhibición sexual, afán de lucro, maquinaciones y corrupción más absoluta, drogas (alcohol, cocaína, opio)... todo se mezclaba indistintamente en una orgía de "todo está permitido". Y eso en un país que seguía siendo muy mayoritariamente rural y tradicional.
Unas pocas décadas más tarde el capitalismo aprenderá a tratarse esa "enfermedad del crecimiento" que le suponen las crisis morales que acompañan a las crisis sociales con píldoras fascistas. Los fascismos encauzarán la indignación popular ante la relajación moral sin plantear cuestiones de justicia social. Pero en la Rusia de 1917 las elites dirigentes, demasiado ocupadas en sus negocios, nunca prestaron atención alguna al potencial de la extrema derecha fascistoide que tenía no pocos escaños en la Duma. Cabe pensar que si alguien, desde el poder económico o la aristocracia, hubiera apostado fuertemente por ellos la historia podía haber sido algo distinta. De hecho, los hubo: buena parte de los militares blancos tenían un perfil claramente fascistoide. Pero ponían el acento en la grandeza imperial de Rusia y no tanto en la corrupción moral. Y además llegaban tarde: ambos aspectos -indignación moral e injusticia social- ya habían sido capitalizados por un solo movimiento: el bolchevismo (1). Se podría decir que los blancos se quedaron sin consignas.
Esa impronta permanece hasta hoy y es la que explica el conservadurismo (incluidos el militarismo y la homofobia) del PCFR. En Rusia no existe un partido socialdemócrata fuerte y los comunistas podrían ir a ocupar su lugar. Pero están atrapados: no pueden ir a pescar clases medias con liberalismo social porque su historia y sus bases son fuertemente moralistas.
En conclusión, la crisis social fue de la mano con la moral. La polarización social y geográfica extrema había creado mundos completamente diferentes y separados en la Rusia de comienzos del XX. Lógicamente acabaron viviendo en mundos morales muy poco comunicados. Y así fue como la sociedad capitalina, nulamente preocupada por crear una hegemonía moral alternativa a la que estaba a punto de pasar a la historia, se entregó plácidamente a la descomposición mientras millones de obreros holgaban anunciando el advenimiento de un sistema social nuevo pero con una moral... no tan nueva.
(1) En realidad, el mismo patrón se volvería a repetir en varias revoluciones y movimientos posteriores. Quizá el ejemplo más llamativo fuera a ser la Teología de la Liberación (moralismo católico + socialismo comunista).
Sólo en esas circunstancias se explica el ascenso de una figura como Grigori Rasputin y el ascendiente moral que llegó a adquirir sobre la zarina Aleksandra Fiódorovna y sobre la política de Estado. Hijo descarriado de campesinos, aprendió hacia los veinte y tantos años técnicas de manipulación mental y formas de discurso místico en una secta religiosa. Pronto fue apadrinado por un sector ultrareaccionario relacionado con la Centuria Negra que lo presentó en la alta sociedad petersburguesa como visionario, con la intención de utilizarlo en sus propios intereses. Sin embargo, pronto Rasputin se desliga de ellos y da comienzo a una próspera carrera en solitario. Adquiere renombre como místico y, a través de la favorita de la zarina Anna Vyrubova, penetra hasta la familia imperial. Desde ese momento, según Píkul, hace y deshace: nombra y quita ministros, provoca ciertas decisiones trascendentes (incluso algunas militares, durante la I Guerra Mundial)... No lo hace para sí, sino para lobbies que le tienen en nómina y actúan así a través de él. En particular, siempre según Píkul, industriales y banqueros judíos que tenían, por su credo, vetado el acceso a los cargos públicos.
Píkul fue violentamente acusado de falta de rigor por numerosos historiadores y críticos literarios. Ciertamente el tratamiento que otorga a la documentación histórica es con frecuencia negligente. Pero aunque se exageren la influencia de Rasputin en los asuntos del Estado y su presencia en la Corte, el perfil del personaje es innegable. También está suficientemente demostrada la facilidad con la que la zarina (y buena parte del entorno petersburgués de la época) se prestaba a las manipulaciones oscurantistas. Lo bastante como para seguir negando, cada vez con mayor histerismo, los escándalos públicos que causaba Rasputin. Ésa era una cara de la moneda.
La otra la representaban los compañeros de borracheras del starets, aquellos para los que la crisis social suponía desvanecimiento de cualquier objetivo moral. Cualquier cosa que dictara la tradición podía ser ignorada y no era necesario colocar nada en su lugar. Desinhibición sexual, afán de lucro, maquinaciones y corrupción más absoluta, drogas (alcohol, cocaína, opio)... todo se mezclaba indistintamente en una orgía de "todo está permitido". Y eso en un país que seguía siendo muy mayoritariamente rural y tradicional.
Unas pocas décadas más tarde el capitalismo aprenderá a tratarse esa "enfermedad del crecimiento" que le suponen las crisis morales que acompañan a las crisis sociales con píldoras fascistas. Los fascismos encauzarán la indignación popular ante la relajación moral sin plantear cuestiones de justicia social. Pero en la Rusia de 1917 las elites dirigentes, demasiado ocupadas en sus negocios, nunca prestaron atención alguna al potencial de la extrema derecha fascistoide que tenía no pocos escaños en la Duma. Cabe pensar que si alguien, desde el poder económico o la aristocracia, hubiera apostado fuertemente por ellos la historia podía haber sido algo distinta. De hecho, los hubo: buena parte de los militares blancos tenían un perfil claramente fascistoide. Pero ponían el acento en la grandeza imperial de Rusia y no tanto en la corrupción moral. Y además llegaban tarde: ambos aspectos -indignación moral e injusticia social- ya habían sido capitalizados por un solo movimiento: el bolchevismo (1). Se podría decir que los blancos se quedaron sin consignas.
Esa impronta permanece hasta hoy y es la que explica el conservadurismo (incluidos el militarismo y la homofobia) del PCFR. En Rusia no existe un partido socialdemócrata fuerte y los comunistas podrían ir a ocupar su lugar. Pero están atrapados: no pueden ir a pescar clases medias con liberalismo social porque su historia y sus bases son fuertemente moralistas.
En conclusión, la crisis social fue de la mano con la moral. La polarización social y geográfica extrema había creado mundos completamente diferentes y separados en la Rusia de comienzos del XX. Lógicamente acabaron viviendo en mundos morales muy poco comunicados. Y así fue como la sociedad capitalina, nulamente preocupada por crear una hegemonía moral alternativa a la que estaba a punto de pasar a la historia, se entregó plácidamente a la descomposición mientras millones de obreros holgaban anunciando el advenimiento de un sistema social nuevo pero con una moral... no tan nueva.
(1) En realidad, el mismo patrón se volvería a repetir en varias revoluciones y movimientos posteriores. Quizá el ejemplo más llamativo fuera a ser la Teología de la Liberación (moralismo católico + socialismo comunista).
No hay comentarios:
Publicar un comentario