Putin ha hecho dos cosas bien y las dos a medias.
Una fue acabar con el peor sistema imaginable: el gobierno informal de clanes criminales que, por si fuera poco, peleaban entre sí y se llevaban a todo el país por delante en esa pugna. Pero lo hizo a medias, porque evidentemente no purgó a todos los oligarcas sino solo a aquellos con los que no pudo llegar a un acuerdo.
La otra cosa que hizo bien Putin fue recuperar para Rusia el control de sus recursos naturales. Bueno, más que para Rusia, para su cuadrilla. Pero el saqueo descontrolado fue sustituido por un robo sistemático y ordenado con el plus de que al menos ahora los ingresos se quedan en el país (al menos, una parte: antes, ni eso). Mal pero mejor. Lo que es peor es que el país no ha aprovechado todos estos años de bonanza para recuperar su industria, que es la gran fuente de soberanía nacional y de resistencia frente a los ciclos del capitalismo. El modelo ruso ha tendido mucho más al saudí que a ningún otro.
Hasta ahora el dinero llegaba de sobra para mantener contenta a una parte crítica de la población y comprar la lealtad del establishment. Ahora que se acercan tiempos difíciles, ya veremos. De momento, en todo caso, el Occidente está prestando una ayuda inestimable a Putin: el pueblo ruso recuerda desde los años 90 que democracia es miseria, criminalidad y caos, y ante las amenazas de imponer la democratización a golpe de sanciones se aferra a cualquier cosa que Putin le ofrece (nacionalismo, homofobia, religión, militarismo, etc.). Y así el régimen puede ir tirando un buen rato más.
Y esto es lo que el ciudadano occidental medio no entiende: más allá de la retórica, sus gobiernos prácticamente nunca han querido contribuir a una Rusia sólida y estable. Solo han visto enfrente un peligroso rival que, cuanto más débil, pobre y sumido en el caos, mejor. Así que antes de criticar a Putin (aunque se merezca todas las críticas del mundo), deberían mirar más por lo que se hace en casa
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