No salía de mi asombro viendo pasar, sobre el lateral de un autobús, la cara del Montilla acompañada de la siguiente frase: "Sigo creyendo en la justicia social". Parecía de cachondeo. No sabía si reírme o llorar.
Pero el destino me deparaba algo mejor: al alejarse el autobús, pude ver, en su parte trasera, al mismo Montilla con un "Sigo creyendo en la política". Había que tener cojones para lanzar una campaña así justo cuando las cloacas estaban reventando y toneladas de corrupción salían a borbotones a la superficie.
Si la primera afirmación sonaba a burla a la luz de las últimas medidas gubernamentales pero aún era capaz de encontrar alguna aceptación, la segunda parecía una provocación. Una amplia mayoría ve hoy en la política el chiringuito de unos pocos, algo que no trae más que problemas y sin lo que estaríamos mejor. Y todo hay que decirlo: si hablamos de la política
de facto, de la alta política de los consistorios y parlamentos, buena parte de razón no les falta. ¿Cuál es, entonces, el cálculo electoral que lleva al PSC a proclamar su vinculación con la política cuando lo que procede es agachar la cabeza y confesar los errores cometidos?
Siguen intentando vivir de las rentas. Como no se ha llegado a producir una explosión social de rechazo contra la política, el desgaste nunca se impone; siempre, al afrontar las próximas elecciones, es más rentable tirarse el farol y decir que aún se cree en la política. Pero el avance de la abstención es progresivo. España va con un calendario algo atrasado en este sentido respecto a la avanzadilla de Europa, pero sigue el mismo camino. La aversión a la política y a los políticos va ganando terreno y perjudica, significativamente más, a la izquierda.
Si se sigue insistiendo en ignorar la despolitización de las bases de la izquierda, si se siguen utilizando las viejas fórmulas repitiendo que las cosas podrían ir peor, auguro dos escenarios posibles.
Una deriva a la norteamericana hacia un "sistema de partidos" que ni merece tal nombre, dado que los cauces de actuación forman, de hecho, parte del aparato del Estado. El montaje dispone de la suficiente flexibilidad como para permitir la emergencia de un Obama o de un Bush según el caso. Pero por muy diversos que sean los personajes ni por asomo pueden amenazar la respetabilidad burguesa de la gran política y la continuidad de los principales intereses que se hallan tras ellos. La izquierda se queda fuera, dividida, descafeinada, condenada a debatir consigo misma sin nadie que la escuche.
El otro escenario es la consolidación de nuevas fuerzas políticas con discursos de regeneración y despolitización. Su pretendido apoliticismo y su discurso tecnocrático oculta políticas antisociales y xenófobas. Su arco se extiende desde la extrema derecha pura y dura, como ya pasa en muchos países de Europa, hasta formaciones oportunistas y demagogas del tipo de UPyD.
Ambos escenarios suponen la completa expulsión de toda izquierda medianamente transformadora de las instituciones. No es derrotismo: sólo un aviso para los que, al estilo de Montilla, piensan seguir tratando de idiota a la gente.