viernes, 15 de abril de 2011

No me gustan los disfraces

No lo puedo evitar: no me gusta que la gente se disfrace, cuando lo hace en serio.

No me gusta el traje y la corbata, ni el maquillaje, ni los tacones altos, ni los vestidos de novio/a. No me gusta el paripé social en ninguna de sus formas ni que se mire mal a quien no entra al trapo.

Me parece patética la forma de vestir de la gente para la que los fines de semana son un mercado de emparejamientos. Y la de los ejecutivos, marcando diferencia con los que no son de su clase.

Apasionante me resulta la habilidad de personajes obligados por su profesión a ponerse disfraces heredados de otras épocas para mantener la expresión seria en sus rostros cuando parecen estar en carnaval: curas, jueces, reyes, guardias...

Me hacen gracia las tribus urbanas cuando tardan demasiado en superar la posadolescencia. Un punki de 18 años es entrañable. Uno de 28 es preocupante. Uno de 38... no sé si se han dado caso...

Siento lástima y solidaridad por aquellos a quienes fuerza al disfraz el mercado de trabajo.

Nada de ello es realmente diferente de lo que nuestros ancestros hacían cuando, emplumados y repintados, bailaban en torno a un tótem invocando la lluvia. Como siempre, creamos nuestros símbolos, nuestros dioses, les damos vida propia y, acto seguido, los adoramos como si fueran parte de nuestra naturaleza y no un aleatorio invento humano.

Pero me apunto plenamente a aquello de que "el hábito no hace al monje": muy listos, muy disfrazados y muy tecnologizados... seguimos siendo los mismos gregarios monos pelados, primitivos e irracionales, que hemos sido desde los tiempos de las cavernas.

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