martes, 30 de noviembre de 2010

El voto de calidad

El aspecto más destacable de estas últimas elecciones catalanas (aparte de que Cataluña ha seguido, de forma mimética, el camino de moda en toda Europa) para mí fue la exhibición del poder mediático que significó el éxito de Laporta.

Con cuatro escaños y un hexasilábico programa (independència) su formación, Solidaritat Catalana per la Independència (SI), ha entrado a lo grande en el Parlament de Catalunya. Un resultado que, a priori, le permite proyectarse hacia el futuro y aspirar a la consolidación.

De paso, ha contribuido a la histórica debacle de Esquerra Republicana (ERC) y ha dejado fuera a toda una miríada de candidaturas independentistas que intentaban aprovechar la crisis de los republicanos. ¿Por qué precisamente SI y ninguna otra lo ha conseguido cuando la diferencia era, en algunos casos, completamente imperceptible?

Para mí, la respuesta es evidente: porque estaba en los medios. Desde hace meses, toda una legión de "periodistas" a sueldo de Laporta venían elevando loas a su persona en los medios de comunicación más importantes de Cataluña. Mientras otros (y no necesariamente de mi agrado) habían estado años construyendo núcleos locales, intentando contactar directamente con la sociedad, conversando y tratando de convencer cara a cara...

La lección es evidente: de nada sirve trabajar, jugando con el nombre de una de esas candidaturas, desde abajo. Hay un amplio rechazo en la sociedad contra la política tradicional, pero la participación electoral no baja y los beneficios de este rechazo son cosechados por marcas cuyo único mérito es venderse mejor en televisión. Todo el mundo se queja de la clase política, pero nadie es capaz de construir una alternativa propia. Una aplastante mayoría de la ciudadanía se queda en el sillón esperando a que un Laporta les venda que él es diferente a los demás.

No estoy de acuerdo con culpar únicamente al sistema parlamentario de que las alternativas de base tengan cerrado el camino. Sí, claro, el parlamentarismo está diseñado para trabar en la mayor medida posible la emergencia de fuerzas no controladas por el establishment. Y además llegar a ocupar escaños tampoco es garantía de nada. Está muy bien pensar en construir alternativas de sociedad, aparte de las urnas. Pero tampoco nos engañemos: ¿de qué alternativa social se puede hablar cuando no se tiene el peso numérico ni para conseguir un escaño?

Se oyen algunas voces pidiendo abrir las listas y reformar el sistema de reparto de escaños. Se acusa a los partidos de funcionar como mafias que impiden la renovación de la clase política y la consiguiente regeneración de la política.

Pero Joan Laporta (y en la elecciones anteriores Ciutadans) ha demostrado que el verdadero hándicap para entrar en la gran política no es ése. Porque la verdadera mafia que controla los accesos son los medios de comunicación: unos pocos nombres, unas pocas fortunas... Nos encanta creernos listos y pensar que no nos manipulan. ¿Pero de qué nos sirve si al final -y a los hechos me remito- acabamos siendo gobernados por aquellos a quienes los grandes grupos mediáticos (= los grandes grupos empresariales) deciden otorgar su voto de calidad?

lunes, 29 de noviembre de 2010

La experiencia directa

En las argumentaciones tendemos constantemente (y no me excluyo) a intentar hacer valer el peso del contacto inmediato que hubiéramos tenido con un fenómeno, lugar, persona o colectivo. Un recurso repleto de trampas y de falacias lógicas.

En primer lugar, borra la distinción entre la experiencia y el juicio de valor: "como yo he estado allí, mi opinión sobre el tema es la que vale". Falso en la medida en que la diferencia de opiniones puede deberse, más que a experiencias diferentes, a distintos sistemas de valores.

En segundo lugar, -no por evidente es menos ignorado- una experiencia particular es eso: particular, única, incompleta. Sólo abarca una parcela de la realidad. Pero en el país de los ciegos... la experiencia particular de un tuerto se convierte en la única fuente de orientación y, de allí, en indiscutible autoridad.

En tercer lugar, también bastante evidente y también bastante ignorado, la experiencia está muy mediada por nuestros prejuicios, expectativas, sesgos, etc. Vamos, que no es por ser relativista recalcitrante, pero la experiencia nunca es objetiva.

Más aún, ¿cuántas veces, al intentar repetir una experiencia (volviendo a un lugar o reencontrándonos con una persona) nos hemos encontrado con algo, para bien o para mal, pero totalmente diferente? Algo que se pierde complacientemente de vista.

En cuarto lugar, está la suficiencia de la experiencia. Haber estado una semana (ni dos) en un país, explorando las rutas prefabricadas para los extranjeros, no convierte a nadie en un experto. Haber coincidido en una recepción con un personaje famoso no significa que se le conozca. Etc. etc.

No estoy negando todo valor a las experiencias directas en absoluto. Su libre juego es divertido, productivo, enriquecedor... Son la base y el catalizador de la construcción del conocimiento humano y de las experiencias colectivas.

Pero están completamente sobrevaloradas en cuanto a su peso probatorio. Se erigen en pequeños dictatorzuelos argumentales. Coartan la libre expresión debido a su aceptación social e inapelabilidad.

Y lo que no deja de ser anecdótico, aunque molesto, en las conversaciones privadas, se convierte, a mi entender, en un problema cuando se teoriza sobre ello y se construye todo un aparato teórico para defender la supremacía de la experiencia inmediata. Como sucede con algunos apologetas de las llamadas técnicas cualitativas de investigación.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Los talibanes vuelven a ser buenos

La tortuosa relación del Occidente con el totalitarismo islámico en Afganistán en breves trazos:

  1. El islamismo militante fue bueno (buenísimo) cuando se trataba de destruir la República Democrática de Afganistán (aliada de la Unión Soviética) en los años 80.
  2. Los talibanes fueron vistos con mejores ojos incluso en los 90 como una solución a la guerra civil de todos contra todos en que se sumió el país tras la retirada soviética: el restablecimiento del orden convenía tanto a la explotación de recursos naturales, como a la política interior pakistaní.
  3. Algunos ceños fruncieron cuando Al-Qaeda, con la que estaban íntimamente relacionados, atentó contra las embajadas estadounidenses de Kenia y Tanzania.
  4. Los talibanes de volvieron malos (malísimos) tras los atentados contra el WTC y la prensa de repente descubrió las barbaridades que hacían a las mujeres, los ataques a la diversidad cultural, etc. (como si nada de eso hubiera pasado antes)
  5. Ahora, en el callejón sin salida de la guerra, los estadounidenses, los pakistaníes y el presidente Karzai (ex representante de la petrolera californiana Unocal, por cierto) tienden la mano otra vez a los talibanes del mulá Omar para poder hacer frente de alguna manera a los talibanes pakistaníes, plenamente identificados desde hace algunos años con la yihad global de Bin Laden y que amenazan con desestabilizar por completo dicho país. Si al final resulta que tampoco era para tanto lo de las mujeres...

Con razón se pregunta, irónico, el antropólogo y diplomático Georges Lefeuvre: si las negociaciones con los talibanes no llegan a buen fin, ¿se debería entonces negociar con Al Qaeda?

El circo afgano continúa...

jueves, 25 de noviembre de 2010

Mi intolerancia moral

De vez en cuando me llaman intolerante.

Cuando lo hace un homófobo o un racista, alguien que lleva "intolerancia" tatuado en la frente, no me preocupa demasiado: resulta grotesco, evidentemente manipulador. Pero cuando lo dice un amigo o un familiar, quieras o no, te quedas pensando.

Sin entrar en lo justificada que pueda ser la acusación en sí, he pensado hoy en un aspecto "supletorio" de la cuestión. Y es que el primer objeto de mi intolerancia moral soy yo mismo. Cuando escucho a una persona próxima a mí decir barbaridades, mi conciencia ataca, antes que a esa persona, a mí mismo: me castiga por tener afecto a alguien cuyas manifestaciones me parecen tan moralmente inaceptables.

Se le llama disonancia cognitiva y es la razón por la que, con frecuencia, reacciono con mayor agresividad a una declaración de alguien allegado, que a otra igual pero de un extraño. Dos cogniciones, dos juicios y sentimientos encontrados, chocan. Y el malestar provocado por ese choque se vierte inmediatamente contra la persona que parece haberlo causado.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Vergüenza de las mujeres

Vergüenza de las mujeres que se han “ganado a pulso" estar donde están.

Vergüenza de aquellas a las que “nadie ha regalado nada”.

De las que se consideran mejores personas por llevar un traje.

De aquellas a las que se les pone dura despidiendo trabajadores/as.

De aquellas a las que sólo sale su vena feminista para remarcar lo difícil que les ha sido hacerse un hueco en los cerrados círculos de los hijos de puta.

De las que ni se enteran, ni quieren enterarse, de quién y cuánto ha tenido que luchar para que sus abuelas y sus madres pudieran ir a la escuela, y ellas mismas a la universidad.

De las que se cavan su propia tumba con la pala de la insolidaridad y la ley del más fuerte.

De las que desprecian a los/las que no han sido tan espabilados/as como ellas.

De las que, en el fondo, hubieran preferido no ser mujeres.

lunes, 22 de noviembre de 2010

"Español, hijo de puta"

Un sorprendente episodio de mi vida en que me llaman "español, hijo de puta".

Pasó hace casi diez años, cuando yo vivía en Puerta del Ángel, en Madrid, detrás del puente de Segovia. Iba yo atravesando una noche el Parque de la Montaña en dirección a mi humilde hogar y se dio la circunstancia de que delante mío caminaban dos jovenzuelos librepensadores que iban discutiendo la problemática de la inmigración en este país. Por su manera de razonar me dio la impresión de que, cuanto menos, los moros se hubieran follado a sus madres, los gitanos a sus padres, y los rumanos estuvieran haciendo lo respectivo con sus hermanas. Pero claro, me puedo equivocar y quizá simplemente un cierto contenido de alcohol en su sangre aportaba algo de vehemencia a sus, por supuesto siempre respetables, opiniones.

Cuando llegaron a su coche, se entretuvieron buscando las llaves, sin dejar por ello de darse mutuamente la razón en lo que al control de los movimientos migratorios se refiere. Ello me permitió alcanzarles y en ese momento fue cuando se percataron de mi presencia.

"¿A que tengo razón?", se dirigió a mí el que estaba abriendo la puerta del conductor. Pasé por delante con la cabeza gacha, sin darme por enterado de la interrogación.

"¡Eh, tú!" "¿Dónde vas?" Incluso el copiloto, que ya estaba medio metido en el coche, volvió a salir, de tantas ganas que tenía de conocer mi opinión al respecto de la vigilancia de fronteras. "Tú eres español, ¿no?"

No me apetecía en absoluto llevarme de allí dos hostias bien llevadas, máxime sabiendo que el Parque de la Montaña abunda en sujetos con peinado tan heterodoxo como sus convicciones políticas. Pero tampoco me hacía mucha ilusión identificarme como español (menos, sabiendo lo que para ellos significaba ser español).

"Yo, soy de Vallecas", contesté sin dejar de caminar y sin volver la cabeza.

Creo que no les pareció bien la respuesta, dado que, elevando el tono de voz, consideraron necesario sacarme ipso facto de mi error: "¿Tú? ¡¡¡Tú eres ESPAÑOL, HIJO DE PUTA!!!"

Aún me pregunto cuán grande habría sido su sorpresa de haber sabido que en realidad era ruso...

jueves, 18 de noviembre de 2010

La verdadera tertulia de Telemadrid: "Cómo mola tirarse a menores"



Los mismos que disertan sobre el orden y la moralidad en público son babosos machistas y pederastas en cuanto las cámaras se apagan (o ellos creen que se apagan). Una buena ilustración de lo que tienen que aguantar las mujeres de derechas...

Bien pensado, que se jodan: por fascistas. Tienen lo que se merecen.

martes, 16 de noviembre de 2010

Odio y miedo

El odio nace de la sensación de pérdida de control. Es una forma de superar la parálisis que provoca el miedo ante una situación que nos supera.

Odiamos a la policía porque nos hace sentir impotentes ante su arbitrio. Odiamos al empresario porque parece que lo puede todo y nosotros no podemos nada.

En un principio, odiar no es bueno ni malo. Es una inyección de vigor que en ocasiones nos ayuda a levantarnos y a mirar de frente. También es una inyección de irracionalidad que nos puede ofuscar e impedir ver con claridad lo que tenemos delante.

Aunque hay un curioso caso especial. Normalmente, no es demasiado polémico afirmar la relación entre el odio y la debilidad. Quizá no sea del todo evidente, pero a poco que se pare a pensar es una conclusión que se impone por si misma... salvo para el misógino.

Quizá ninguna otra actitud haya sido tan racionalizada sin llegar nunca a reconocer lo evidente: la misoginia nace de la amenaza que la sexualidad de la mujer supone para el dictado cultural del autocontrol varonil. Se le darán todas las vueltas posibles antes de confesar que uno se siente débil ante una mujer que le atrae. Esa debilidad da miedo porque supone una pérdida de control sobre sí mismo y parece otorgar un poder a la mujer. Y de ese miedo nace el odio.