jueves, 21 de abril de 2011

La insoportable levedad de nuestras convicciones

Mucho refunfuño de bar, los políticos (y de paso la política) caen en descrédito, los medios de comunicación no paran de bombardear con noticias de corruptelas (de signo contrario al suyo, claro)... Pero... ninguna consecuencia real. No sólo la ciudadanía (si es que tal cosa existe) no se anima a construir algo con sus propias manos. ¡Es que ni siquiera se dan consecuencias electorales! ¡Ni en la distribución de votos, ni en los índices de abstención!

Como corderos al matadero, siempre que son convocados, los electores marchan a las urnas y echan su papeleta a favor del PPSOE... La sangre de horchata que ello supone impresiona... en un primer momento...

Pero en verdad: ¿porqué iba a indignarse la gente realmente? Los políticos se forran, trafican con influencias, colocan a sus numerosas familias, se tiran a menores y recalifican espacios naturales.... Pero, ¿y a quién no le gustaría hacerlo?

"Son todos iguales" y "¿Qué se puede hacer?" son sólo excusas. En realidad, el cinismo de la política sólo refleja el cinismo de la sociedad. Nadie ataca en serio el sistema porque nadie se siente con autoridad moral para hacerlo. Nadie se considera mejor (ni aspira a serlo).

Ningún corrupto horroriza ya, porque el ciudadano medio no haría cosa distinta de encontrarse en su lugar.

Pasa no sólo con los políticos: las cantidades astronómicas que cobran los futbolistas e incluso los abusos de los empresarios son, cuando no justificados, al menos exculpados, por la creencia en que, en el fondo, todos somos iguales...

Si ayer era la fe en el orden y en la bondad de los que nos explotaban, hoy es la fe en la sinvergüenza innata del ser humano lo que nos paraliza de la misma forma. La sociedad es una especie de mafia generalizada en la que todo el mundo está en el ajo (o alberga la esperanza de estarlo). Y por eso nadie tira de la manta, ni se enfrenta a la situación.


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