lunes, 29 de noviembre de 2010

La experiencia directa

En las argumentaciones tendemos constantemente (y no me excluyo) a intentar hacer valer el peso del contacto inmediato que hubiéramos tenido con un fenómeno, lugar, persona o colectivo. Un recurso repleto de trampas y de falacias lógicas.

En primer lugar, borra la distinción entre la experiencia y el juicio de valor: "como yo he estado allí, mi opinión sobre el tema es la que vale". Falso en la medida en que la diferencia de opiniones puede deberse, más que a experiencias diferentes, a distintos sistemas de valores.

En segundo lugar, -no por evidente es menos ignorado- una experiencia particular es eso: particular, única, incompleta. Sólo abarca una parcela de la realidad. Pero en el país de los ciegos... la experiencia particular de un tuerto se convierte en la única fuente de orientación y, de allí, en indiscutible autoridad.

En tercer lugar, también bastante evidente y también bastante ignorado, la experiencia está muy mediada por nuestros prejuicios, expectativas, sesgos, etc. Vamos, que no es por ser relativista recalcitrante, pero la experiencia nunca es objetiva.

Más aún, ¿cuántas veces, al intentar repetir una experiencia (volviendo a un lugar o reencontrándonos con una persona) nos hemos encontrado con algo, para bien o para mal, pero totalmente diferente? Algo que se pierde complacientemente de vista.

En cuarto lugar, está la suficiencia de la experiencia. Haber estado una semana (ni dos) en un país, explorando las rutas prefabricadas para los extranjeros, no convierte a nadie en un experto. Haber coincidido en una recepción con un personaje famoso no significa que se le conozca. Etc. etc.

No estoy negando todo valor a las experiencias directas en absoluto. Su libre juego es divertido, productivo, enriquecedor... Son la base y el catalizador de la construcción del conocimiento humano y de las experiencias colectivas.

Pero están completamente sobrevaloradas en cuanto a su peso probatorio. Se erigen en pequeños dictatorzuelos argumentales. Coartan la libre expresión debido a su aceptación social e inapelabilidad.

Y lo que no deja de ser anecdótico, aunque molesto, en las conversaciones privadas, se convierte, a mi entender, en un problema cuando se teoriza sobre ello y se construye todo un aparato teórico para defender la supremacía de la experiencia inmediata. Como sucede con algunos apologetas de las llamadas técnicas cualitativas de investigación.

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