miércoles, 20 de enero de 2010

Cuestión de confianza

Uno de nuestros problemas es que ya no confiamos los unos en los otros. Ya nadie escucha a nadie.

Nos hemos vuelto demasiado listos. El otro ya no es nadie para decirnos nada, ya nada nuevo se puede aprender del que tenemos al lado. Ahora sabemos demasiado para confiar en las tradiciones o, por el contrario, en el primer iluminado que pase a nuestro lado, como sucedía antaño. Y, en combinación con la cultura individualista del capitalismo avanzado que ha ensanchado nuestros egos a más no poder, ello está generando una sociedad de sordos nada mudos: todo el mundo habla, nadie escucha.

A simple vista parece que estamos creando una sociedad de individuos menos crédulos, más independientes y con más criterio. Pero en realidad la destrucción de la confianza mutua tiene algunas consecuencias dramáticas.

En primer lugar, el individuo en exceso confiado en sí mismo es, a fin de cuentas, la presa más fácilmente manipulable. Como dice una canción: "No hace falta cuchillo para robar al jactancioso, con seguirle un poco la corriente puedes hacer con él lo que quieras." (en ruso rima más). Por muy listos que nos creamos, siempre habrá alguien aún más listo que además sabrá aprovecharse de nuestro egocentrismo. He ahí el ejemplo más inocente de todos, el de la publicidad, que no para de adular nuestra individualidad, originalidad, inteligencia... todo para conseguir que compremos lo que nos dicen. Cuando más independientes nos creemos, resulta que más esclavos somos...

En segundo lugar, el niño aprende porque confía en el maestro o en sus padres. Si de mayores perdemos toda capacidad de confiar, perdemos asimismo toda capacidad de aprender. Nos aferramos a nuestros dioses personales y nos convertimos en dogmáticos de nosotros mismos.

Porque se trata de una cuestión de confianza, no de fe. La crisis de confianza, y a eso quería llegar, es una crisis de la razón. La fe es ciega e irracional, pero la confianza es precisamente la opción por escuchar al otro confiando en oír algo interesante en sus palabras. Es la confianza en la fuerza de los argumentos. En que si éstos son buenos, es bueno que nos convenzan. Y si son malos, no nos convencerán. Es, por tanto, en última instancia, confianza en la razón.

No es extraño entonces que en una época de razón convertida en sofismas, por un lado, y apología del irracionalismo, por otro, la confianza también entre en crisis. Al ver como los argumentos son sistemáticamente manipulados o suprimidos en aras de la mistificación del turno, ¿cómo confiar? ¿para qué confiar?

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