Etnocidio: exterminio de una cultura a través de políticas de aculturación. Interfiere en los procesos de transmisión intergeneracional de saberes, elimina prácticas que refuerzan las identidades culturales, merma la memoria histórica y la autoconciencia colectiva. Robert Jaulin lo define como una destrucción sistemática de los modos de pensar y de vivir de un grupo que finalmente conduce a su desaparición en tanto que sistema socio-cultural diferenciado. Para Jaulin, el fin, el resultado, no el medio, define un etnocidio.
Desde los años 60, numerosos estudios históricos y antropológicos, sobre todo entre las culturas indígenas americanas, han puesto de manifiesto cómo tantas de ellas han perecido víctimas de acciones combinadas de iglesias cristianas, ejércitos mercenarios y gubernamentales, y de grandes empresas multinacionales.
Pues bien, ahora, afirmo, estamos viviendo un etnocidio de la izquierda. En concreto, de la izquierda europea.
Para sostener esta afirmación parto de dos premisas:
Que existe, o al menos ha existido hasta ahora, una cultura de izquierdas.
Que, independientemente de factores sociales objetivos que la debilitan, esta cultura está siendo conducida a la extinción por una ofensiva orquestada.
Observando a vista de pájaro el último siglo y medio de la historia europea, pienso que es difícil negar que ha existido algo que se podría denominar una cultura de izquierdas.
Ésta habría tenido todos los atributos de una cultura (y en algunos momentos, cuando caía en la referencia en una genealogía obrera común, hasta los de una etnia). Comenzando por lo más concreto y material: ha tenido sus rituales, banderas e himnos. Pero también ha llegado a modelar sus propios códigos lingüísticos. Ha construido sus propias instituciones sociales (partidos, sindicatos, cooperativas, asociaciones, etc.). Se ha referenciado en modelos humanos, más o menos mistificados.
Ha producido toda una maraña de ramificaciones, de auténticas tradiciones, muy diferentes entre sí, aunque siempre identificadas como parte de un cuerpo común. Los mecanismos de reproducción, principalmente proseléticos en sus comienzos, se fueron produciendo cada vez más en el seno familiar. Si a ello sumamos su concentración en determinadas barriadas y determinados sectores productivos, el resultado es un caldo reproductivo tan poderoso como casi el de cualquier cultura étnica.
Esa cultura de izquierdas habría tenido también los rasgos más invisibles, subyacentes de toda cultura: unos valores profundos, patrones implícitos de comportamiento, particulares mundos de vida de sus miembros. Las personas de izquierda realmente tuvieron en la cabeza y se guiaron en sus relaciones sociales por conceptos tales como “justicia social”, “derechos sociales”, “progreso social”... Ser obrero no estaba necesariamente reñido con la educación y la conciencia. La actitud hacia la mujer no era la represiva del tradicionalismo religioso ni la comercializadora del liberalismo. Todo ello a veces incluso difícilmente comprensible desde culturas de derechas, lo que subraya la diferencia de capital simbólico acumulado existente entre ambas: las claves interpretativas de unos simplemente no servían para entender a los otros.
La cultura de izquierdas no fue una cultura minoritaria en oposición a otra cultura principal. En ciertos momentos de explosión revolucionaria, sus formas más puras llegaban a ser mayoritarias en la sociedad. Pero es que, aparte de eso, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX amplias mayorías fueron de izquierdas en un sentido más laxo en Europa occidental. Sus valores impregnaban la agenda política y las clases dominantes se veían obligadas a tener en cuenta sus reivindicaciones.
La era Thatcher ya fue un primer intento a gran escala de frenar el progreso social y la democratización de la vida económica, el avance lento pero hasta entonces imparable de esa cultura de izquierdas. Ofensivas mediáticas para desacreditar a sus líderes y sus principios, apropiadas reformas de sistemas electorales, duros pulsos con los sindicatos... Esas y muchas otras estrategias perfectamente calculadas y coordinadas se pusieron en marcha en los años 80 y significaron una ruptura con lo que se suele denominar el pacto social de la posguerra. Asimismo supusieron una inversión de la tendencia. Desde ese momento el retroceso de la izquierda ya no se interrumpiría.
Al caer la Unión Soviética, los ataques continuaron con energías renovadas. Por un lado, por los ideólogos neoliberales, desde posiciones ya muy fuertes en Estados Unidos, en varias instituciones supraestatales y, algo más tarde, en la Unión Europea. Un complemento excelente de sus propuestas de (a)política económica fue la propaganda del fin de las ideologías. Su extensión, más allá de los desvaríos del deleznable Fukuyama, tomó muy diversas formas, postulando ya abiertamente la total inutilidad y el final de la izquierda. Se trataba de un primer intento de exterminar a la izquierda de la faz de la Tierra.
Por otro lado, la social-democracia y buena parte del sindicalismo europeo fueron mostrando a lo largo de aquellos años (con algunas diferencias de calendario) una espeluznante miopía. Rapiñando sobre los menguados Partidos comunistas los unos y apuntándose a la moda del apoliticismo los otros.
Pese a todo, la izquierda sobrevivió. Recibió un soplo de aire fresco desde fuera de Europa (sobre todo, desde América Latina), acaparó algunos telediarios como movimiento antiglobalización, los sindicatos mayoritarios siguieron desempeñando su papel de legítimo actor social, los partidos comunistas bajaron pero no desparecieron, los socialistas seguían gobernando por aquí y por allá...
La crisis de 2008 cuestionó públicamente el capitalismo. Se llegó a saber que incluso el MI6 estuvo preocupado por un nuevo auge del marxismo en Europa. Y sin embargo los años subsiguientes han arrojado un balance de lo más desolador: los ideólogos liberales se han reorganizado y vuelven a imponer sus recetas por doquier, la derecha y la extrema derecha ha copado casi todos los gobiernos europeos, los sindicatos intentan reaccionar pero acaban optando por pactar lo que sea para salvar su capacidad negociadora. Y la respuesta social, cuando se produce, es claramente minoritaria (o bien encauzada por la extrema derecha). El capitalismo se había retorcido víctima de sus propias contradicciones, tal como siempre había predicho el marxismo, pero la repercusión política resultó nula: ya no existía una cultura de izquierdas en la población que permitiera aprovechar la oportunidad.
Y ese momento fue elegido, con buen criterio, para intentar rematar, de un golpe de gracia, a lo que queda de la izquierda. Una guerra de exerminio total: incluye hasta a la social-democracia y a los sindicatos, es decir, a aquellos que habían contribuido a la estabilidad del capitalismo en las décadas anteriores. Ahora ya no se les necesita, se puede prescindir de ellos. Una nueva operación de fin de las ideologías se pone en marcha. La izquierda es completamente marginada en el discurso mediático. La religión es reinvocada y refinanciada para parchear la amoralidad del capitalismo. Los sindicatos son ninguneados y se ven obligados a bajadas de pantalones espectaculares para no ser proyectados al mismo pozo de olvido y marginación que la izquierda política. Las legislaciones ad hoc y la represión policial desempeñan un papel supletorio, terminando de invisibilizar a la izquierda allá incluso donde aún respira fuerte.
El objetivo es uno sólo: borrar todo rastro de la cultura de izquierdas. Que al final no se perciba de forma muy diferente a un grupo de izquierda que a cualquier secta religiosa. Que desaparezca por fin ese odioso (para el capitalismo) eje electoral izquierda-derecha. La sociedad parece preparada para aceptar su extinción como un proceso natural. El etnocidio de la izquierda está servido.
Si consiguen lo que pretenden, dentro de pocas décadas simplemente definirse de izquierdas será tan friki como hoy lo es ser, por ejemplo, de la CNT. Ya veremos entonces de quién se ríen los militantes del PSOE o de Comisiones Obreras que hoy se mofan de los partidos o sindicatos minoritarios. Si es que hay que ser cortitos de vista...
Y aquellos que dicen ¿y qué? ante la extinción de la cultura de izquierdas... que no se engañen. No pasarán a la historia solamente trasnochados rituales y burócratas corruptos. Pasará a la historia todo un complejo de valores que ha hecho de nuestras sociedades lo que son desde hace un siglo y medio. Que nos ha permitido, mal que bien, vivir trabajando honradamente sin someternos a humillaciones. Llevar una existencia digna con un techo sobre la cabeza y un ingreso estable. En unas sociedades relativamente equilibradas y solidarias, sin obsesiones securitarias, sin exacerbadas ansiedades competitivas. Con la ilusión de que la sociedad y las personas siempre podríamos seguir mejorando por faro.
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